Julián
se sentó en el viejo banco. Como siempre. Le gustaba el Cantón. En
otoño y primavera, si el tiempo lo permitía, se poblaba de gritos
infantiles y alguna dulce reprimenda. Y, aunque hacía años que la banda
del cuartel no ponía notas de color los domingos y fiestas de guardar
desde el kiosco, aquel lugar le seguía fascinando.
Se vio a si mismo hace años, en ese mismo banco. Entonces había estirado
su uniforme, y palpado sus bolsillos para ver que todo estaba en su
sitio. Ese día estaba nervioso y miraba sin cesar su reloj de pulsera.
Los graznidos de las gaviotas le recordaban la cercanía del mar. Y el
olor de la fritura de las tabernas, disperso en pequeños soplos de aire,
la del puerto. Amaba ese mar. Y había aprendido a amar La Ciudad Naval.
La ciudad que en el lluvioso invierno de casi seis meses, se recogía en
cálidas galerías y acogedores cafés a contemplar la lluvia con un
chocolate, impregnándose, como todo, de su gris melancolía. Pero al
tiempo, esa ciudad alegre en las estaciones más cálidas, que vivía como
el último cada uno de los días del estío.
El puerto, con el trasiego constante de barcos, servía de cordón
umbilical con lejanas historias de lejanos países, que a lo largo del
año alteraban la lánguida calma de la ciudad.
Las primeras hojas desprendidas de alguno de los árboles, anunciaban el
recién estrenado otoño y alfombraban la centenaria Alameda que discurría
desde el Arsenal hacía el centro de la Villa. Serían las cinco y media.
A esa hora María solía salir de trabajar de la vieja tienda de
ultramarinos de la familia.
Julián buscó con la mirada el fondo de la Alameda, y allí estaba. Bajo
una pequeña sombrilla y con un alegre vestido estampado de flores, María
acudía puntual a su cita. Estaba preciosa.
Desde qué salió de la Academia y recibió su primer destino en el cuartel
de Dolores, habían transcurrido casi tres años. Y recordaba como ayer
el día del baile de bienvenida a los nuevos oficiales y suboficiales en
el viejo cuartel.
El coronel se había dirigido a ellos diciéndoles:
-Caballeros, cuiden de que a las señoritas no les falté de nada. Y
háganles la velada lo más agradable posible. En breve empezará el
cocktail y el baile y las damas no deben estar solas en ningún momento.
- A sus órdenes
Así conoció a María, y desde aquel mismo momento se enamoró de ella.
Llevaba un vestido turquesa y le pareció la mujer más bonita del mundo.
Desde entonces no se habían separado.
La vida en el cuartel no ofrecía muchas comodidades y le tenía ocupado
gran parte del día. Pero en cuanto salía de permiso todo su tiempo era
para ella.
Pronto les darían sus nuevos destinos, y Julián ya no concebía la vida,
fuera donde fuera, sin María. Así que aquel día se armó de valor.
- Que bien te sienta el uniforme- dijo María con algo de guasa.
- Gracias. Estás preciosa- contesto Julián con un punto timidez mientras la contemplaba en silencio. Era cierto. Era preciosa.
Julián metió torpemente la mano en el bolsillo, y sacó una cajita color
rojo. Sin abrirla siquiera, se la tendió a María. Había ensayado lo que
diría cien veces con sus compañeros -con las correspondientes chanzas-
pero en ese momento lo único que le salió, fue frotarse repetidamente la
nuca nervioso.
María, con una radiante sonrisa en sus labios, se colgó de su cuello y le dijo: - Sí quiero.
Fue el día más feliz de su vida.
Una lejana voz de niña le sacó de su ensimismamiento :
- Abuelo, abuelo!!-
Lola, la pequeña de sus nietos, corría a abrazarle desde lejos. Y algo
más atrás, con un precioso vestido estampado de flores venía Lucía, su
madre.
- Abuelo....¿estás "tudiste"?. ¿"Poqué llodas"?- chapurreó la pequeña-
- No cariño, sólo se me metió algo en los ojos, pero ya está- contestó Julián mientras se secaba las lagrimas
Lucía llegó a continuación, le abrazo, le besó en la mejilla y le dijo:
- La echas de menos ¿verdad?
- No sabes cuanto.
Se quedó mirándola unos instantes y le dijo:
-Y tu eres igual que ella.